28 de noviembre de 2023

No siempre sube la marea

Deseaba monitorizar su vida, para encoger la pena, como encogen las ganas de soñar. Escapaba del miedo con la torpe convicción de no dejar rastro. Sus ojos parecían vagabundos solitarios que rezan por caer en medio de una pista de baile, donde nadie percibe su presencia. El mundo la mira sin ganas y ella lo agarra fuerte de la mano. Pero el mundo, ya en el frente contrario, se deshace de las camisas que amarillean de sudor frío y sangre ardiendo. 

Recuerda los años de aula. Donde sus amigos, sin saberlo,  engrandecían esa clase, masticando con saña el bocadillo que sus madres preparaban antes de perder la primera capa de piel de sus rodillas y su dignidad, haciendo brillar suelos y sueños ajenos. 

Recuerda su sed de leer libros heredados, que nunca olían a nuevos, porque venían con decenas de anotaciones que no eran suyas, porque también eran heredadas. Su ropa olía a besos detrás del portal, a llama adolescente que conoce por primera vez el deseo. Pero entonces, el mundo tampoco contaba con ella, porque también su ropa era herencia.

Los días de instituto abrieron cada una de sus arterias en canal, para salpicarla de filosofía barata, que es la que le dio de comer y beber. No fue la solidaridad una doctrina impuesta, la sentía cuando tocaba la cara de su madre, el baile de su madre, el adiós de su madre. 

Y entonces.. La música, que la había estado acompañando desde los cuadernillos rubios, también de clase. Como las mejores personas, estuvo a su lado sin hacer ruido. 

Hoy no encuentra ganas de continuar esta historia, y decide retroceder hasta el día de la música. El día en que supo, con la misma certeza que ahora sabe de su soledad, que su clase y ella ya  no son más que una triste canción.