16 de enero de 2012

Fraga

La muerte de Fraga vuelve a poner en el paisaje la enorme división que existe en las sociedades española y catalana sobre cómo entendemos nuestro pasado reciente. Más aún, la más enorme separación que existe aún entre los que tenemos una conciencia crítica de lo que fue el franquismo y la llamada transición y aquellos otros que parecen carecer de cualquier atisbo de interés por saber qué es eso, si fue una verdadera transición o un estricto proceso de maquillaje para que el antiguo régimen perviviera con un nuevo rostro.

En cuanto a la primera distancia, no hay más que leer el pútrido artículo que Rosa Montero publica en el diario El País del 16 de enero. Bajo el título de “Cuando Fraga daba miedo”, la periodista traza una visión casi angelical del exministro de Franco, del antiguo colaborador o perpetrador de atrocidades —de actos terroristas— bajo la legalidad del Estado. No debe ser casualidad, pero no deja de ser sintomático que la redactora de ese infame texto, impreso en un periódico presuntamente progresista, no mencione una serie de hechos criminales que, en otros países, no solamente hubieran impedido que Fraga Iribarne hubiera hecho carrera política sino que, muy probablemente, lo hubieran llevado a la cárcel. Si El País permite ese dislate, esa injusticia, ya no es necesario mencionar el masaje al que someten al interfecto en las páginas de los periódicos conservadores, de derechas, desde el que rige el conde de Godó hasta las cabeceras carpetovetónicas de Madrid. En el lado contrario, Xavier Montanyà lo ha escrito con contundencia en el diario digital Vilaweb: "Fraga és la impunitat. Havia d'haver estat jutjat o inhabilitat per la política democràtica. En canvi, va fundar partits i va arribar a ser president de Galícia. S'imagina algú que un nazi hagués pogut arribar a presidir un 'land' alemany? " Sería gracioso si no fuera tan hiriente: todos los que recuerdan como virtud, como mérito incorruptible, que Fraga es uno de los padres de la Constitución española no hacen más que subrayar, sin proponérselo, que ese es, precisamente, uno de los síntomas inequívocos de la putrefacción de la democracia en España. Rosa Montero sabe muy bien que Fraga gozó de esa impunidad a la que se refiere Montanyà, pero le da igual. A ella, el monstruo le caía simpático. Igual si hubiera conocido a Hitler también habría comprobado que tenía muy buen sentido del humor, el tal Adolfo, mientras incineraba cuerpos en los hornos crematorios.

Algo alicaído, mustio, cansado o hastiado del cortejo o del agasajo que se brinda a los fascistas o a los que colaboraron con el fascismo (llámense Samaranch, Fraga o Sentís), lo que me preocupa y me entristece profundamente es la segunda división a la que me refería en el primer párrafo de este texto. En las redes sociales, la muerte de Fraga ha merecido una respuesta crítica vibrante, se han recordado las muertes de Vitoria, se ha recuperado la canción “Campanades a mort” de Lluís Llach, las chulerías estúpidas y los gritos animales de aquel personaje lúgubre para la inteligencia. Pero eso no puede hacernos perder de vista que a la gran mayoría de la población la muerte de Fraga les trae sin cuidado, muchos jóvenes ni siquiera saben de quien se trata. Muchos de esos jóvenes no leen la prensa del sistema, afortunadamente nunca llegarán a conocer los rebuznos de Rosa Montero. Pero tampoco tendrán curiosidad por ver la cara siniestra de ese monstruo al que algunos tanto alaban. Siento el fracaso y la impotencia de que, a pesar de estar cargados de razón, de la Razón, no hemos sabido impedir que gente como Fraga Iribarne muera sin ser castigado por su vileza antidemocrática. Y lamento más todavía que esa sensación de fracaso y ese sentimiento de impotencia se disuelva lentamente hasta su desaparición.

Joan M. Minguet

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