25 de febrero de 2013

Desesperación


Piensen cuáles pueden ser las razones básicas para la desesperación. Cada uno de ustedes tendrá las suyas. Les propongo las mías: la volubilidad del amor, la fragilidad de nuestro cuerpo, la abrumadora mezquindad que domina la vida social, la trágica soledad en la que en el fondo vivimos todos, los reveses de la amistad, la monotonía e insensibilidad que trae aparejada la costumbre de vivir.

Al otro lado de la balanza, encontramos París. Esa ciudad, tal vez porque no se acaba nunca y porque, además, es maravillosa, puede con todo, puede con todas las causas que el hombre encuentra para ser infeliz. Pero si, además, uno en París es joven como lo era yo en aquellos días y en realidad aún no ha detectado las verdaderas y esenciales razones que puede haber para la desesperación, no se entiende que yo me sintiera tan infeliz. ¿Qué hacía, Dios mío, desesperado en París? No podía ser más imbécil.

Doy vueltas a esto y me acuerdo de este apunte de Ciorán: «París: ciudad en la que podría haber ciertas personas interesantes a las que ver, pero en la que se ve a cualquiera menos a ellas. Te crucifican los fastidiosos».

Y me digo que cuando viví en París nunca distinguí entre personas interesantes y fastidiosas, muy probablemente porque yo, con mi estúpida desesperación a cuestas, pertenecía al numeroso grupo de las fastidiosas.

Creía que era muy elegante vivir en la desesperación. Lo creí a lo largo de esos dos años que pasé en París, y en realidad lo he creído casi toda mi vida, he vivido en ese error hasta agosto de este año, que es cuando se tambaleó y derrumbó definitivamente esa íntima creencia en la elegancia de la desesperación.

París no se acaba nunca (Enrique Vila-Matas)

2 comentarios:

Jordi dijo...

Ya. Pero, no nos engañemos, a mí ese aire tuyo un tanto tristón me pone mucho. Con o sin gripe, el viernes estabas radiante, y yo feliz de compartir contigo la noche.

Mariajillo dijo...

Te adoro, todo. Bonita noche, sí señor ;-)