17 de noviembre de 2008

Porque el amor cuando no muere, mata...

A Sabina me lo presentó él:
-"Ya es hora de que aprendas algo de la vida... y de la música. Empecemos por el maestro. Cualquier chorrada cantada por él, suena de puta madre". Y así empecé a vivir con sus letras, y con su compañía, un tanto peligrosa para una niña de 14 años.

Durante unos años, cada vez que me atrevía a pisar el terreno de lo "prohibido", lo achacaban a su influencia: -esta niña cada día se parece más al J., decían; comentario que, por otra parte, me producía más satisfacción que ganas de escarmentar. Y cuánto más años cumplía, más me esforzaba en ser como él: su música sonó en mis primeros conciertos, leí cada libro que pudiera llamar su atención ("Cuando el cielo bajo y grávido pesa como una losa sobre el espíritu gimiente..."), heredé su amor por latino américa, su pasión por los que menos quieren y más necesitan... pero también me enseñó a vivir con miedo, y a querer desaparecer cuando nada funciona como debiera.

A los 16 le perdí la pista, desapareció, como el cartero de Neruda. A veces venía a esperarme a la puerta del instituto, pero por aquel entonces sus historias ya no me emocionaban demasiado, hecho que debió intuir porque sus visitas menguaron, hasta convertirse en encuentros poco casuales acompañados de ciertas necesidades... Y es que, muchas veces, necesitamos querer, y, sin querer, seguimos necesitando. Por eso a día de hoy, su hija debe necesitarle, seguramente menos que yo, que me licencié en necesitar.

Durante un tiempo, en que supo que me estaba muriendo, creí sentirle en algún antro. Sé que estaba, nunca me costó sentir su presencia.

La última vez que le vi, ya no tenía el pelo largo. Vestía unos baqueros ajustados y una camiseta del maestro (Rosendo, esta vez). Debía pesar unos 10 kilos menos. No había gran cosa detrás de esa mirada ausente, humo quizá.
Había menos gente de lo esperado en el Palau d'Esports de Vall d'Hebrón, "es el rocanrol música para sólo unos cuantos privilegiados". Tocaba Barricada y Jose andaba con prisas (una meada y palante). Por el camino le vi, me detuve frente a él. Le costó reconocerme pero no tardó en sonreir. Una sonrisa amable, como si las tardes de antaño comenzaran a dar fruto. Creo que le gustó mi aspecto, y el de mi pareja. Y estoy segura, casi tanto como de que jamás me lo dirá, de que se sintió orgulloso de mi, o lo que es lo mismo, de lo que él podría haber sido. Nos abrazamos muy fuerte, ante la mirada sorprendida de Josete, y así estuvimos un buen rato. Me besó cien veces o más y lo único que consiguió decir fue algo parecido a "te quiero" (o eso creí entender, o eso quise entender). Y desapareció... como lo hizo el cartero de Neruda.
De camino al lavabo... "¿quién era, Mariajo?, me preguntó.
Es mi hermano.

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