Ejercicios posturales que conllevan que me duelan partes del cuerpo cuya existencia desconocía hasta el momento. Sensación de bienestar, sí. Porque, a veces, el dolor físico consigue apartar de un empujón al otro, al de verdad. Ese que aparece en forma de temblor de manos, sudores fríos o ganas de huír para siempre.
Llego a casa y te espero, mientras giro despacio la bola del mundo: Oceáno Índico, Angola, más océanos... demasiada agua para mí, que ni siquiera sé nadar. Termino en Madrid, que se disfraza de refugio cálido y discreto.
Durante la espera, pasean por mi cabeza todos esos gestos que hacen que las personas seamos prácticamente idénticas. Vivimos en un estado de comodidad emocional que me ahoga. Seres virtuosos y aparentemente superiores que se convierten en bocanadas de aire hirviendo para mi obligación de seguir creciendo.
Desde aquí, amig@s, os pido que no permitáis que me convierta en pasividad y derrota. Hacedme entender, entonces, que las muestras de rebeldía son casi tan necesarias como las caricias. Pellizcadme si no os contesto un mensaje o escatimo en sonrisas. Todo menos caer en la tentación de convertirme en prisas, palabras o perfección.
El sonido de la llave en la puerta invita a atravesar el pasillo abandonando, torpemente, pantalones y camiseta, dejándolos en el camino, como quien se desprende de una ilusión. En unos minutos, el dolor no es más que un susurro, y a mi mente le importa una mierda el paso del tiempo.
Martes complicado, que marca el punto de inflexión que tanto he buscado últimamente. Me siento delante de ti y me dejo caer. Hoy estás más cerca. Y me pregunto si la felicidad tendrá algo que ver con este momento, en el que me acaricias el pelo y me explicas, por enésima vez, en qué consiste eso de "fuera de juego".