30 de octubre de 2009

Recuerdos

Haciendo limpieza en mi escritorio, encontré esta historia, una especie de cuento que escribí con "diecialgún" años y que presenté en un concurso literario. No gané, claro. Pero a mi me encanta. Lo pensaba destruir, pero creo que por aquí estará más cómodo.

“Te recuerdo Amanda, la calle mojada...”. A estos versos del maestro Jara recurrió Lola para dar nombre a la más bella de sus creaciones: Amanda. La pequeña se presentó un día de lluvia. Las calles esbozaban un ambiente de sobriedad inoportuno y en los tejados no se oían los cantos habituales de los muchachos.

Amanda vino al mundo sonriendo, o eso decía, orgullosa, su tía Leire. Y sonriendo conquistó el corazón de aquellos que la miraron.

Cuando la madre de la bien nacida se hubiera recuperado del parto, la destartalada alcoba de los Guevara se disfrazó, por un día, de fiesta y, entre ron y humo del más sabroso puro, celebraron la llegada de Amanda a son de salsa, merengue y un siempre lejano susurro de la voz cansada del viejo comandante. Hasta las tantas de la madrugada duró la alegría, que hubiera continuado en el ancho paseo central si la lluvia hubiese remitido o, al menos, rebajado su intensidad.

Leire, que tenía más que asimilados los falsos poderes mágicos que las viejas del barrio le habían adjudicado, pronto culpó a la lluvia de la inminente desdicha de la pequeña Amanda.

“Cuídate de las tormentas, mi linda. Y aléjate de todos aquellos cuyos ojos alberguen tempestades”, le decía en numerosas ocasiones.

Y no andaba mal encaminada la vieja porque dos semanas después, aquejada de un fuerte dolor en el pecho, murió Lola, en el mismo momento en que en la isla paraba de llover.

“Ilusionista”, así se autodefinía Lola; desde muy joven sintió un vínculo extremadamente fuerte con los niños a quienes decidió, encantada, dedicarles su tiempo, su talento, su vida.

Lola deslizaba la cansada pluma sobre el papel con la agilidad de una bailarina de danza clásica y el resultado eran los más bellos cuentos jamás narrados. Cuentos que sólo podían entender los niños y, en caso de existir, los “ilusionistas”. Por la noche, nunca nadie la vió.

El llanto de Amanda rompió el silencio forzado que reinaba en la casa, la misma que hace unas semanas se disfrazaba de alegría.

“Mírala, pobrecita. Es como si supiera que ha perdido a su madre”, comentaba Leire.

Y claro que lo sabía, como también sabía que ya jamás habrían más “ilusionistas”.

La vida de Amanda transcurrió como la de cualquier otro niño de su entorno. Por las mañanas acudía a la escuela de la calle central y por las tardes ayudaba a su tía Leire con las tareas domésticas.

No tardó mucho tiempo la pequeña Amanda en crecer, quizá menos del justo para una niña. Al principio recurrió a su desmedida belleza para disponer de sus primeros ingresos, al final pagaba con sus desmedidos ingresos los retoques que necesitaba para ser la más bella de las jineteras.

“Si su madre levantara la cabeza...”, decían las atrevidas lenguas, que también imaginaban a la joven durante el día. Sí, imaginaban, porque nunca nadie la vió a la luz de la mañana, ni de la tarde; sólo la amaban en la oscura noche.

Gracias al sueldo de Amanda, su tía pudo envejecer en paz. Fiel a su desfasada ideología, la vieja predicaba, con la vaga tranquilidad del que dice la verdad, los versículos del manifiesto y fingía no darse cuenta de que su pregón había dejado de interesar a quienes, más por respeto que por convicción, la escuchaban atentos.

También gracias al sueldo de Amanda podían comer pasteles y golosinas los muchachos de su rellano, doce o trece creo que eran. Extraña era la noche en que Amanda no les comprara, antes de acudir a sus encuentros clandestinos, una bolsita de maní.

También Amanda usaba su sueldo para adquirir el cebo de los viejos camaradas que pescaban a orillas del cristalino Caribe. Ellos eran felices enhebrando los anzuelos con sus torpes manos, deshojadas a causa del duro trabajo de vivir sin libertad. Unas manos que Amanda admiraba como si de diamantes, siempre puros, se trataran. También amaba a los viejos pescadores, en sus ojos no había tempestades.

El sueldo de Amanda también servía para pagar los libros de sus compañeras de viaje. Si bien la carrera no les suponía coste alguno, así de espléndido es nuestro régimen, los libros merecían ser pagados, y bien pagados.

También con el bienvenido y maljuzgado sueldo se permitía el lujo, en un lugar del mundo donde no existen los lujos, de comprar textos, historias de aventuras, leyendas con los más extravagantes personajes... material que la inspiraba a la hora de escribir los más bellos cuentos jamás narrados. Cuentos que sólo podían entender los niños y, en caso de existir, los “ilusionistas”. Cuentos que todas las mañanas, Amanda colocaba cuidadosamente sobre un banco de piedra situado en el viejo cementerio de las afueras, ese que pocas veces recibe visitas. Y allí, Amanda respiraba hasta llenar los pulmones de calma. Y allí, Amanda contemplaba el cielo, ese que sólo allí se puede contemplar, un cielo libre de discursos, libre de dólares, libre de tristeza. Y allí, Amanda leía los cuentos que, en su día, escribió su madre. Y lloraba, y llovía... Y ambas entendían todos los cuentos porque las dos eran “ilusionistas”, porque las dos eran unas niñas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué maravilla. Oye, ¿estarás bien este fin de semana? Cualquier cosa, telefonazo.

Mariajillo dijo...

Estaré bien, hace bastante que dejé de creer en las fechas "señaladas". Eso sí, llevo desde las 17h en la cocina haciendo panellets y trufas... invitada estás.